Cuenta una leyenda celta que la lluvia vivía en el sur. Se precipitaba gozosa en mares cálidos,
se dejaba iluminar por los rayos del sol, engordaba los ríos, se hacía arroyo en barrancos y
hielo y nieve cuando el sol partía. Pero una tormenta desatada por el dios galo Taranis, la
empujó hacia el norte hasta recalar en el pueblo irlandés de Meriday. Cierta o imaginada, la
lluvia es una habitante anclada en este lugar. No puedes salir de casa sin que ella aparezca
con sus lágrimas lamentosas porque no sabe regresar a su antigua latitud. Nos hemos
acostumbrado a su presencia, aunque no a su desánimo. Ni las praderas que riega, ni las
ovejas que la soportan, ni los lagos que se alimentan de su llanto, ni las nubes que la
sostienen, la comprenden. Los nacidos aquí la ignoran y los que venimos de tierras cálidas la
deseamos, pero sin tanta insistencia. Su repiqueteo en las ventanas ahonda nostalgias y riega
deseos de retornar. Pero los emigrantes no podemos deshacer pasos sino abrir rutas, escribir
cartas náuticas y derroteros hacia nuevos destinos.

Cuando la tía abuela Berta murió en la residencia donde se había casado con José Antonio,
un hombre obsesionado por ser médico después de los setenta años, mis primos decidieron
desmantelar la venta de arriba. Era una herencia en condominio que debíamos repartirnos y
se hacía necesaria mi presencia. Fue entonces cuando me sentí cercana a la lluvia. De niña
pasaba las tardes allí. Mientras me zampaba un bocadillo de dulce guayabo y queso del
rebaño de cabras de Nicomedes, hacía los deberes en una libreta con ancla y soñaba con
navegar. Por aquel entonces mi nivel de atención era múltiple. Leía, escribía, sumaba,
restaba, dividía, dibujaba, tarareaba alguna canción y escuchaba las historias que mujeres y
hombres dejaban sobre el mostrador. Sentí que la propuesta de mis primos volvería el
ultramarinos de mi infancia en mi primer paraíso perdido.

Decidí no ser cómplice de aquella destrucción. Les dije que hicieran lo que quisieran. Yo
me quedaba con los recuerdos que, a fin de cuentas, son patrimonio emocional intransferible.
Pero el abogado insistió en la firma imprescindible de todos.

El día que regresé a Canarias, la lluvia me acompañó hasta el aeropuerto. Después fue
llovizna en la pista. Nube en el cielo atlántico y sol radiante al arribar.

Una camioneta y un furgón esperaban nuestras decisiones. Buena parte de latas oxidadas,
sacas vacías, talegas de pan raídas, colchas viejas, escobas tejidas de telas de araña, vasos
pasmados, botellas vacías, fueron a parar a la basura. Los estantes de madera y el mostrador
se desmembraron. Una lluvia interior inundó la venta desde mi mirada de adiós y mudanza al
recuerdo.

Cuando ya nos marchábamos vi un objeto cubierto por un saco de papa quinegua. Cubría
una jaula de cañas. La tía Berta la llamaba jiñera. Un día le pregunté porque no era de
alambres. «Es para engañar a los pájaros y hacerles creer que, entre cañas, aún viven libres».
Mi prima Gara la dejó junta a un contenedor de reciclaje. Pero al alejarme y verla sola a la
espera de que la trituraran, volví sobre mis pasos y me la quedé.

La lluvia sigue igual de llorona en Meriday, pero desde que se desliza por las cañas de mi
jiñera colgada en el patio, suena más cantarina.